Cada año se producen en el mundo 1,35 millones de muertes en carretera, una cifra que podría triplicarse en 2030, según algunas estimaciones. Un estudio realizado en 2016 por el Pulitzer Center on Crisis Reporting en base a datos de la Organización Mundial de la Salud (OMS) establecía un mapa en el que se refleja que los países empobrecidos son los más afectados por los accidentes de tráfico.
Sin embargo, los territorios más desarrollados no son ajenos a esta dramática realidad y mientras en el continente europeo los siniestros en carretera causan una media de 10 fallecimientos por cada 100.000 habitantes –España se encuentra muy por debajo de estas cifras, con 4,1 muertes por 100.000 ciudadanos–, en Estados Unidos mueren anualmente en carretera 12,4 personas por cada 100.000 habitantes. A menudo, las víctimas más frecuentes de estos sucesos son los peatones, los ciclistas y los motociclistas.
Pero más allá de las elevadas tasas de mortalidad asociadas a los accidentes de tráfico, este tipo de siniestros constituyen actualmente un grave problema en las sociedades desarrolladas, al ser una de las principales causas de discapacidad, especialmente entre las poblaciones más jóvenes.
Según se recoge en un estudio realizado en el año 2000 desde el Observatorio de la Discapacidad del Instituto de Mayores y Servicios Sociales de España (Imserso), las lesiones más graves derivadas de los accidentes de tráfico afectan de manera decisiva la vida de la víctima y su familia, y entre ellas destacan las lesiones medulares y sensoriales, las amputaciones y los traumatismos craneoencefálicos. No obstante, en muchos casos estos siniestros producen politraumatismos que generan “nuevos cuadros médicos” y necesidades de atención específica.
Entre ellas se encuentran las médicas o sanitarias, pero también las psicológicas o emocionales y las sociales, ya que en ocasiones ser víctima de un accidente con lesiones graves implica pérdida de autonomía y consecuencias en el ámbito familiar, laboral y económico.
Por ello, resulta fundamental que, ante un siniestro de gravedad, las personas afectadas obtengan una información adecuada y un asesoramiento correcto sobre las repercusiones del accidente en todos los aspectos de su vida y de su salud y los recursos que tienen a su alcance para hacer frente a todas las necesidades que se pueden plantear tras el suceso, ya sea desde el punto de vista médico-sanitario, social (realización de trámites burocráticos, solicitud de incapacidad o invalidez total o parcial, petición de ayudas técnicas o para la adaptación de la vivienda, etc.), laboral (bajas, despidos injustificados, adaptación del puesto de trabajo…) o legal (depuración de responsabilidades en el accidente; solicitud de posibles indemnizaciones por daños físicos, psicológicos o materiales…).
No hay que olvidar que cuando se produce un accidente grave, la víctima y su entorno entran en una situación de especial vulnerabilidad en la que resulta esencial recibir todo el apoyo posible y una orientación apropiada que garantice una respuesta óptima a sus necesidades y la mejor calidad de vida tras lo sucedido.
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