Alejandro era un niño normal; a los doce meses empezó a dar sus primeros pasos, a comer solo, le gustaba pintar, jugar con sus coches y animales, y nadie sospechaba el diagnóstico que más tarde iba a llegar. Así lo relata su madre, Rosario Blázquez, desde su casa de Santibáñez de Béjar, donde residen y están volcados en apoyar la investigación que puede frenar la enfermedad rara de su pequeño: el Síndrome de Cach.
A raíz de unas fiebres en el mes de octubre de 2012, que piensan fue el inicio de la enfermedad, empezaron a notar cosas raras, “como que perdía el equilibrio al dar los giros, y pensábamos que era debilidad por las fiebres y porque casi no comía”, recuerda su madre. Pasaron los meses, y al llegar la Navidad volvieron las fiebres muy altas, “pero el niño empezó a caminar raro, como si se tropezase”. A Rosario le daba la impresión de que le hacían daño los zapatos, “y estaba cambiando el calzado todo el rato, y los calcetines”. Su alarma se incrementó cuando desde la guardería de Alejandro le comentaron un cambio en su actitud. “Ya no se subía al tobogán como antes, le daba miedo”, le detallaron.
En ese momento acudieron por primera vez al pediatra, que no le dio importancia, pero diez días después de esa consulta, el niño perdía más el equilibrio: “Él era dado a comer de pie encima de una silla, o le ponía encima de una silla y me ayudaba a cocinar, pero veía que perdía el equilibrio, aunque no se llegaba a caer”, precisa. Pero su pediatra estaba de vacaciones, y decidieron acudir a uno de pago, que fue el primer profesional que les puso sobre aviso de que “podía que no fuese nada, pero también que podía haber algún daño cerebral o alguna historia”. Además, les indicó que los mejores neurólogos estaban en la Seguridad Social, y que en cuanto regresase su médico siguieran ese camino. Su pediatra habitual, al ver un empeoramiento en el pequeño, le derivó a Neurología Infantil del hospital de Salamanca. “En Neurología le hicieron unas pruebas y vieron que tenía los reflejos muy agudos, y dijeron que le harían una resonancia magnética por si era algo infeccioso”, recuerda Rosario.
El día que recibieron los resultados de la resonancia, Alejandro cumplía dos años. “Nos dijeron que tenía una alteración muy grande en la masa blanca del cerebro”, y, como comenta su madre, cuando te dicen algo así “no sabes a qué se refieren”. Los neurólogos les dijeron que tenían el nombre, pero no el apellido. “Yo me quedé a cuadros”, confiesa Rosario. Ella estaba embarazada de su segunda hija, Elisa, y salía de cuentas en dos o tres semanas, así que decidieron esperar a que diera a luz. “Pero no me quedé a gusto, y lo típico que haces: buscas en internet. Llegué a la conclusión de que había dos cosas que podían ser, o una encefalomielitis, que es debida a una infección que causa un daño en el cerebro, y que se puede recuperar, o una leucodistrofia”, indica.
Una leucodistrofia
Finalmente recibieron el diagnóstico que menos esperaban, que se trataba de una leucodistrofia, pero no sabían de qué tipo era. Tras varias pruebas, determinaron que Alejandro padecía el Síndrome de Cach, una enfermedad degenerativa grave, de las que denominan como raras, y para la que no hay ningún tratamiento ni cura. Estos padres buscaron una segunda opinión, en un hospital de Madrid, y tuvieron el mismo diagnóstico. “Era como la necesidad de una segunda opinión, para ver de dónde había salido algo que no tiene nadie de tu familia; no conoces esta enfermedad, es la primera vez que oyes hablar de ella, y cuando tienes una enfermedad de éstas, piensas que por qué no le ha tocado otra que se conozca más y que sepas que tiene un tratamiento, algo donde recurrir, porque aquí no tienes nada”, lamenta.
Lo que peor llevaba Rosario es tenerse que quedar con los brazos cruzados ante la enfermedad de su hijo. Tanto a ella como a su marido e hija les hicieron las pruebas genéticas y todo estaba bien. “La transmisión es de forma recesiva, tenemos que tener los dos y hay un 25% de posibilidades de que el niño pueda padecer la enfermedad; es como la lotería, y si te toca, te tocó“, apunta.
Uno de sus primeros pasos fue afiliarse a la asociación de leucodistrofia, con el objetivo de conocer a otras familias con hijos con el mismo síndrome. “Es muy complicado por la Ley de Protección de Datos”, reconoce, pero finalmente contactaron una familia de Murcia, cuya hija padecía la enfermedad, entre otras. En cuanto a la incidencia del Síndrome de Cach, existen siete casos registrados en España, pero Rosario cree que hay más. “En un artículo de varios neurólogos se hablaba de este síndrome y de que en los últimos 30 años ha habido unos 21 casos”, advierte.
Falta de información
En este sentido, esta madre lamenta la falta de información, y existen varios registros de enfermedades raras. “Ni los propios neurólogos te dan casi información; te duele, lo entiendes, porque ellos llevan muchísimas enfermedades y hay cosas que no saben, como la investigación”, apunta. El pasado mes de septiembre dio con una investigación relacionada con la enfermedad de su hijo en la Universidad de Tel-Aviv, donde la investigadora Orna Elroy-Stein estudia la forma de curar este síndrome. “Ella lleva ya muchos años; al principio la investigación se ha basado en conocer la enfermedad, y desde hace dos años lo que ha hecho es modificar genéticamente a un ratón para introducirle la enfermedad, y una vez introducida la enfermedad, lo que hace es coger las células de un ratón sano y de uno con la enfermedad y testa drogas para ver cuál tiene efecto”, describe Rosario. La madre de Alejandro confirma que, a día de hoy, esta investigadora ha encontrado dos drogas que hacen efecto contra la enfermedad.
Esta investigación fue la razón de ser de que los padres de este niño crearan una asociación con su nombre; más bien, con una de las características que lo definen, su sonrisa. Han empezado a dar los primeros pasos para captar fondos que financien esta investigación, y desde hace más de tres meses no han parado. La asociación La Sonrisa de Alejandro quiere que esa investigación ayude a frenar la enfermedad rara que padece este pequeño salmantino y todos los niños que estén en su misma situación.
La científica de Tel-Aviv tiene su investigación cubierta, como precisa esta madre, pero está trabajando con presupuestos muy bajos, “y si tuviese más fondos podría comprar más libros de drogas, incluir a más doctores, y si quieres que vaya más rápido se necesita más dinero, y a todos nos interesa que vaya más rápido”. Alejandro lleva dos años con la enfermedad y el deterioro es grande, como recuerda Rosario. “Ha pasado de ser un niño autónomo a totalmente a dependiente, ya no come solo, ni hace nada solo, ni anda, ni puede coger bien las cosas”, enumera. Lo que pide es que se pueda frenar esta enfermedad, porque “el daño ya está ahí, y una vez que se frene, ya se mirarán opciones y avances que le pudiesen ayudar”.
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