Lo curioso es que controlamos poco, muy poco; bueno, en realidad, casi nada y, sin embargo, pasamos gran parte de nuestro tiempo ocupados en controlar. Hagamos un ejercicio. Papel y lápiz (o bolígrafo, o pluma) y durante el próximo minuto anotemos todo lo que vamos a controlar hoy (los deberes de los niños, fulanito ha de entregarme el listado que le he pedido, estos pedidos han de salir a tiempo y todo lo del próximo mes organizado, deben de realizar cada estudio en un máximo de 15 minutos…). ¿Es una lista larga? Seguro que no tiene menos de diez líneas. Recientemente (ya verán por qué) me he estado preguntando sobre cuándo aprendemos la necesidad de controlar y en qué momento de nuestra niñez desaparece nuestro gusto y nuestra capacidad de recibir lo espontáneo, lo inesperado, lo nuevo…
La necesidad de controlar (normalmente a otros, o acontecimientos) parece ser un motor, un hilo conductor en mucho de lo que hacemos día a día en todos los ámbitos en los que nos movemos. No nos gusta nada no controlar, no saber, no poder predecir, no tener certeza, ni seguridad, ni poder transmitirla. No consideramos la incertidumbre y la ambigüedad parte de nuestro entorno natural y, sin embargo, están presentes de forma constante.
El control (o la dificultad de conseguir que las cosas vayan como uno quiere) aparece con frecuencia en sesiones de coaching y genera muchísima ansiedad. Cuando ocurre, abro un paréntesis en la sesión para un dibujo simple a través del que compartir algo que aprendí años atrás de Peter Louca y me ha resultado muy útil.
El círculo pequeñito somos cada uno de nosotros, y controlamos lo que controlamos… Es decir, que controlamos única y exclusivamente aquello que nosotros podemos hacer, pensar, sentir, decir… y sólo hasta la capacidad que tengamos de actuar sobre nuestros pensamientos, sentimientos y emociones.
El círculo que sigue es nuestro círculo más o menos íntimo, sobre el que tenemos alguna capacidad de influir: familia, amigos, compañeros de trabajo, de clubes, asociaciones, municipio…
El siguiente círculo, el de todo eso que sí influye sobre nosotros, pero sobre el que nuestra influencia es prácticamente nula.
Una y otra vez, éste círculo obra maravillas. De repente, uno se siente liberado… Entendemos que, verdaderamente, poco hay que podamos controlar y que, en gran medida, todo esto del control es una bonita ilusión. Entendemos que, de verdad, de verdad, sólo nos controlamos a nosotros y que dependiendo de lo que hagamos obtendremos unas u otras respuestas de los demás y del entorno.
Hasta aquí, estupendo. Pues bien, en mi experiencia, saber esto no es lo mismo que ponerlo en práctica, y creerlo e intentar vivirlo, tampoco. Y así, recientemente volví a ver mi necesidad de control total a través de un trabajo del colegio. Mi pequeña (la mayor) decidió realizar una presentación (la primera en su vida) sobre Big Ben. ¿Quién creen que tenía mayor necesidad de que saliera bien?, ¿de que la información, las fotos, el montaje, los sonidos de las campanas, el hilo de la historia… estuvieran bien?¿Ella? No. Ella estaba interesada en disfrutar, enseñar la maqueta que había construido con nano blocks de Big Ben y contarle algunas cositas a sus compañeros. Pero yo (y no era mi trabajo, pero me iba mucho en ello), me dediqué en cuerpo y alma a hacerle la presentación. Y en un momento de lucidez momentánea, creo que empecé a atisbar cómo transmitimos de generación en generación la necesidad de controlar, y qué es realmente lo que está en juego… y que es algo muy diferente del control.
De este evento aprendí que la próxima vez que sienta unos deseos irrefrenables de controlar algo que tenga que hacer alguien que no sea yo, además de intentar dejar de hacerlo, tendré también que pararme a hacerme un par de preguntas sobre lo que estoy intentando conseguir, o evitar, al obrar de ese modo.
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