Hay enfermedades que por sus secuelas físicas te roban hasta la intimidad. Quienes las sufren tienen el plus de enfrentarse al estigma de salir a la calle con una especie de cartel luminoso donde anuncian su dolencia y a diario les obliga a soportar miradas y comentarios que duelen incluso más que los propios tratamientos.
Por el contrario, hay patologías silenciosas, tanto que se tornan invisibles a los ojos de la sociedad, que les niega incluso la categoría de enfermos, de los de verdad, de los que sufren dolores insoportables o se atiborran a medicamentos para combatirlas.
Es el caso de los alérgicos en general y de los celiacos en particular. Bien es cierto que en nuestro país se estima que sólo una de cada cien personas presenta esta intolerancia al gluten, pero no es su prevalencia, sino el hecho de no estar acompañada de un tratamiento médico, lo que contribuye a que la ciudadanía considere que no se trata de una enfermedad, sino de una mera renuncia caprichosa a determinados alimentos.
Al menos yo, soy incapaz de imaginar una alimentación de por vida sin pan, sin pasta, sin dulces… Ni considero que los celiacos deban renunciar a ella. Existen alimentos para este colectivo, el triple de caros, pero existen. Y ésa es su medicina. Si la Seguridad Social financia una parte del coste de los tratamientos médicos al resto de la sociedad, bien podría también compensar a estos enfermos el daño económico que les supone llenar la cesta de la compra con unos productos que en el mejor de los casos doblan el valor de los fabricados con las harinas habituales.
Para este colectivo no valen las ofertas de los folletos del supermercado ni las marcas blancas, así que se calcula que con sólo un miembro de la familia celiaco, el carrito se encarece una media de 1.500 euros al año. Y con la crisis, pueden imaginar las carencias o, en su caso, barbaridades alimenticias a las que muchos se han sometido por no poder hacer frente al recibo de la compra.
Sólo un par de comunidades autónomas conceden una ayuda económica a los celiacos y los afectados están a la espera de que el Ministerio de Sanidad debata una iniciativa para hacerlas extensivas a todo el territorio nacional. Confiemos en que las convocatorias electorales sirvan para dar un empujón a sus reivindicaciones. Afortunadamente, se ha avanzado mucho en el aspecto de los etiquetados de los productos, pero estos enfermos, la mayoría niños, necesitan normalizar su dieta y su enfermedad en su vida diaria.
Esa es su medicina y debería ser una obligación de todos contribuir solidariamente con nuestros impuestos a que así sea. Demasiado duro es ya hacer renunciar a los críos en el día a día a la mayoría de chucherías y celebraciones como para negarles hasta en casa el plato de macarrones, las hamburguesas o los bollos por los que suspira la mayoría de nuestros pequeños.
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