Un paciente entra en la consulta, le pregunto: “¿Qué le pasa?”. Y me responde, molesto: “¿Es que no lo ve?”. Llevaba un collarín con un aparatoso vendaje en la cabeza. Pasó que estaba pendiente del ordenador, de su funcionamiento, de que cuadrara el paciente anterior, de mil cosas.
Independientemente de ser una anécdota o un caso aislado, te hace pensar; recuerdas que gran parte del diagnóstico de una enfermedad se empieza a construir viendo a la persona, cómo entra, su actitud.
Los médicos de Atención Primaria estamos sometidos a una constante presión, a la tiranía de los datos, lo importante es que funcione la electrónica, sin ella no podemos o no sabemos hacer nada. Cuántas veces, ante la pausa mantenida porque la línea se ha cortado o por otra incidencia que impide teclear, nos hemos quedado bloqueados, como si fuéramos una extensión de la máquina; no somos capaces de mantener la mirada ni la conversación, incluso abandonamos la consulta a ver qué pasa.
¿Qué porcentaje de nuestra actividad diaria está sometido a estas actuaciones que ponen en peligro el tiempo que deberíamos emplear para la clínica? Cada vez nuestros sistemas informáticos nos agobian con nuevos módulos, programas, recogida de datos y actividades que sirven, fundamentalmente, para gestión administrativa del sistema; se buscan resultados y no tanto la calidad.
En un artículo titulado ¿Quién es su médico?, muy acertado, por cierto, un compañero defendía que debía ser el profesional de Atención Primaria el que llevara el peso de la asistencia del enfermo. Estamos casi todos de acuerdo, pero la realidad me hace dudar. ¿Estamos preparados y, sobre todo, queremos llevar a cabo esa responsabilidad? Sin duda, no es fácil, muchas cosas no dependen de nosotros. Aparte de las comentadas, listas de espera que no gestionamos, déficit de personal, múltiples consultas con repetición de actuaciones por falta de consenso…
En este camino, mientras tanto, hemos perdido gran parte del valor de nuestra actividad, ese humanismo que parece relegado por el mundo frío de los números; recuperarlo, en gran parte, está en nuestras manos. No hay otra, ni siquiera valen las excusas, si queremos establecer la relación perdida. La pregunta, pues, a plantearnos puede ser: ¿Quién es mi paciente? O ¿quiere ser usted mi paciente?
Perdone, le escucho.
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