Se veía venir. Pesadez, dolor de estómago, lengua seca, falta de ganas de comer… Vamos, lo que se dice un empacho en toda regla. Normal. Cada año adelantamos un poco más las fiestas navideñas y, en mi caso, me parece recordar que fue allá por el mes de noviembre cuando caí en la tentación de comprar y probar los primeros polvorones de la temporada.
Así que entre reuniones familiares, encuentros con amigos y que una siempre está dispuesta a renunciar a una dieta sana en favor de viandas sabrosas y suculentas, llevo ya dos meses de excesos gastronómicos día sí, día también. Mucho me temo que volveré a empezar el año con el propósito de menos plato y más zapato, aunque todavía me queda más de una semana por delante para seguir saltándome a la torera el consejo de la enfermera de Atención Primaria, quien muy amablemente me ha sugerido que me sobran un par de kilos (qué mona, si sólo fueran dos creo yo que no se habría tomado la molestia de decírmelo).
Me ha advertido que ya no soy una niña y que debería cuidarme por aquello de que la hipertensión y la hipercolesterolemia me esperan a la vuelta de la esquina. Que coma más sano y haga deporte. Y a ver cómo le explico yo que la culpa no es del todo mía. Para empezar, desde la más tierna infancia nos enseñan que la Literatura o las Matemáticas son muchísimo más importantes que la Educación Física, y por eso siempre nos quitaban esta clase para ensayar la función de Navidad o preparar las fiestas del centro. Si sacabas un Sufi en Gimnasia tus padres no te reñían, porque lo importante era el Sobresaliente en Historia, y siempre aprovechaban los entrenamientos del deporte extraescolar para ir al dentista o hacer ese recado para el que nunca había tiempo.
En fin, que desde pequeños (en el colegio de mi hijo sigue pasando) nos inculcan que el deporte es algo así como un hobby, lo primero a lo que podemos renunciar cuando tenemos otras cosas más importantes que hacer. Después, cuando somos adultos y nuestra agenda diaria se desborda, lo de ir al gimnasio se convierte en un lujo o en un sacrificio que no compensa si el horario es, en el mejor de los casos, de diez a once de la noche. Menos mal que al llegar a mayores da gusto vernos ágiles como gacelas cumpliendo a rajatabla la cita diaria con la ruta del colesterol.
Afortunadamente, los pediatras han avanzado mucho en esta materia, y no hay revisión en la que no te pregunten si el menor practica algún deporte. También interrogan a los progenitores por la ingesta de frutas y verduras, y aquí el tema se nos complica, porque la salud se mezcla con la maltrecha economía. Por diez euros podemos comprar galletas y dulces suficientes para afrontar las meriendas de todo el mes. En cambio, el mismo billetito rosa apenas nos llega para financiar la fruta de una semana. O sea, que sale más cara una manzana que un bollo de chocolate, y encima te ahorras la discusión para que se la coma.
Porque si hay algo barato es la comida rápida. Por menos de cuatro euros te llevas un menú infantil de fritanga con juguete incluido, y el de los mayores apenas pasa de seis. Por un poco más te traen a tu casa una pizza familiar que no cabe en la mesa camilla y, en cambio, piensen ustedes en la factura de un par de ensaladas y dos pescados al horno. Imposible competir y difícil sucumbir o caer en la cuenta de que lo barato algún día nos saldrá caro. Los nutricionistas llevan años dando la voz de alarma, y sólo en países como Dinamarca o Hungría han establecido una tasa para penalizar alimentos con grasas trans, una sanción con pocos visos de triunfar en el resto de la UE.
Mucho me temo que a algunos este ataque a la comida rápida les pueda parecer una frivolidad cuando en demasiados hogares españoles apenas se pueden permitir el capricho de patatas o pasta de lunes a domingo o cuando nos informan de las preocupantes cifras de niños que van al colegio sin desayunar ni cenar la noche anterior. Menús que, como los anteriores, no son nada saludables. Mientras, desde las altas esferas, oídos sordos, como en tantas otras cosas, y a tirar de la impagable colaboración de las ONG.
Reaparece el dolor de estómago… No. No es el empacho. Caigo una vez más en la cuenta de la nauseabunda relación entre salud y dinero. Y por cierto, que no lo he dicho, feliz Navidad.
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