Volveremos otra vez al aborto de riesgo y clandestino, como en los peores momentos de nuestra historia, que creíamos ya superados, y al aborto con garantías sanitarias solo para quien pueda pagárselo en el extranjero. Vivimos nuevamente tiempos de contradicción e hipocresía, confundiendo moral privada y moral pública. Frente a lo que se vaticinaba hace 28 años, después de la primera Ley de Interrupción Voluntaria del Embarazo, y a pesar de lo que sus detractores auguraban, ésta no ha supuesto mayor número de abortos, sino todo lo contrario, y sí el que lo fueran con mayores garantías sanitarias, menor número de fallecidas por abortos ilegales y menor número de nacidos con taras graves incompatibles con una vida digna.
¿Deben regirse las leyes por las creencias de grupos religiosos, ya sean católicos, judíos o musulmanes? Regresaremos a una situación sin comparación en Europa y a la sumisión del Gobierno a los sectores más retrógrados de la sociedad y la Iglesia católica.
A casi nadie le puede parecer un progreso la necesidad de abortar, pero la mayoría opina que por ello nadie debe ir a la cárcel. Existe gran hipocresía cuando a algunos de los mentores de la nueva norma, incluso los muy católicos, el problema les toca de cerca (un familiar, su pareja, su hija, un desliz…); si no lo aceptan, lo comprenden y miran para otro lado.
Esto se agrava con el abandono absoluto de la Ley de Dependencia y de las medidas anunciadas y nunca cumplidas por el señor Gallardón sobre la protección social, laboral y económica de la mujer embarazada, sobre su dignidad y sobre el apoyo institucional a los graves trastornos que sufren algunos recién nacidos discapacitados, con graves taras, hereditarias o no, y parálisis cerebrales irreversibles, pero no mortales.
El aborto había dejado de ser un acto antijurídico que sólo podía ser liberado de responsabilidad penal en determinados supuestos; debe ser una decisión íntima y personal que la mujer pueda tomar al inicio del embarazo, sin tener que dar cuentas del porqué de su decisión.
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