
Recientemente conocí uno de los valores de una empresa que fabrica cigarrillos. Es casi seguro que esta versión no fuera exactamente la oficial, sino una modificada, es decir, la forma de entenderlo de una persona en particular… De cualquier modo, decía así:
“La seguridad en nuestras operaciones es el valor número uno, puesto que no hay recompensa comercial alguna que pueda sobrepasar el valor de la vida humana.”
Tuve que leerlo varias veces. ¿Ustedes también? ¿Es posible que estén pensando lo mismo que yo pensé?
Yo me preguntaba… Y si yo fuera un empleado de esta empresa, y si, además, por ejemplo, fuera responsable de un grupo de personas dedicadas al proceso de producción, ¿sería capaz de hablarles de lo importante que es la seguridad y de pedirles que dediquen toda su atención para evitar cualquier accidente desde ese valor, tal y como está formulado? La respuesta es NO.
Claro que sería capaz de pedirles que, ante todo y sobre todo, se esfuercen al máximo para garantizar la seguridad de las operaciones y que nadie sufra daño alguno. En ningún momento, eso sí, podría incluir en el mismo mensaje las palabras recompensa y comercial.
Quizá se pregunten por qué o, más seguramente, hayan llegado ya a su propia conclusión… porque, tal y como está redactado, no es congruente, y en este caso plantea un verdadero dilema. Garantizar que no haya ningún daño a nadie fabricando, sí. ¿Pero vender, sabiendo el impacto que los componentes de los cigarrillos tienen sobre el cuerpo humano, está en otra categoría?
Este ejemplo me sirve para reflexionar sobre las múltiples contradicciones e incongruencias que pueblan el espacio profesional y para darnos cuenta de lo fácil que es enviar mensajes contradictorios.
¿Cuántas veces nos piden que hagamos algo y quien nos lo pide hace justamente lo contrario? ¿Cuántas otras exigimos un cambio en la forma de actuar de nuestros equipos y mantenemos las estructuras que dificultan implantarlo? ¿Y cuándo invitamos a la participación, pero luego nada de ello queda reflejado?
Luego, eso sí, nos sorprenden los resultados. Ni conseguimos que hagan lo que pedimos, ni evolucionan las formas de actuar y, por supuesto, transcurrido un tiempo, el personal deja de participar. Y no entendemos por qué.
Quizá deberíamos prestar exquisita atención a nuestros mensajes, a qué es exactamente lo que transmitimos y cómo, y a entender el impacto que tienen, considerados de forma individual y en conjunto. Y como desde aquí se puede pedir todo… que todo esto lo hagamos antes de enviarlos.
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