Había tenido que ingresar en el hospital durante las Navidades. Le habían diagnosticado una grave enfermedad los días previos. Sabía que, seguramente, ésta era su últim Navidad y, sin embargo, no estaba triste.
Hacía ya muchos años que vivía solo. Su mujer había muerto y no tenía hijos. Los últimos años de su existencia habían estado llenos de privaciones que nunca pensó que podría padecer. No podía permitirse nada que no fuera estrictamente necesario: ahorraba en comida (pasando hambre), en ropa (no recordaba cuándo se había comprado la última), tampoco podía encender la calefacción y pasaba mucho frio en invierno. Su casa estaba destartalada, pero al menos era suya.
Sin embargo, para él lo más doloroso no eran las privaciones que estaba pasando, sino la soledad en la que transcurrían sus días y sus noches. ¡Qué largas se hacen las noches de invierno cuando hace un frío que cruje los huesos y no se tiene con quien cruzar palabra, y especialmente en Navidad!
Por eso, cuando le dijeron que tenía una grave enfermedad, el mundo no se le vino encima. Hacía mucho tiempo que había perdido su sitio en él. Cuando muriese no iba extrañar al mundo y estaba seguro que el mundo no le iba a extrañar tampoco a él.
Durante los días que llevaba ingresado en el hospital estaba contento. Comía caliente, no pasaba frío y tenía con quien charlar. El tiempo libre, aquel en el que no le estaban haciendo pruebas o poniendo medicación, lo dedicaba a pasear por el pasillo y visitar a otros pacientes que estaban ingresados como él y no podían moverse de la cama; charlaba con ellos y se deseaban mutuamente feliz Navidad.
Las enfermeras de la planta y los médicos se esforzaban por ser amables y trataban de hacerle reír. Las enfermeras incluso le daban besos. Durante sus últimos años no recordaba que le hubieran sonreído y deseado una feliz Navidad en tantas ocasiones. Por eso estaba feliz y trataba de devolver parte de aquella alegría que recibía. No importaba que fueran sus últimas Navidades, eran mejores que las anteriores.
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