De una u otra forma, todos acaban reconociendo que la asociación ha supuesto un antes y un después en su vida. Quizás porque en FEAFES-AFEMC por fin encontraron a alguien que les trata como las personas que son, con sus buenos y sus malos días, o puede porque allí nadie les habla diferente, como si llevaran pegada en la frente la etiqueta de enfermos. Gabriel González, Paulino García, Ángel Mateos y Emiliano Juan lo son, aunque en el fondo eso no debería definirles. Llevan a sus espaldas una vida demasiado compleja y dura como para que todo se reduzca a eso. Aquí nos dejan algunos retazos.

GABRIEL GONZÁLEZ TÉLLEZ
Una camiseta con la cara estampada de Bob Marley comienza a ofrecer información de Gabriel en el momento de las presentaciones. Le gusta el reggae, no cabe duda. Aunque aclara que también el rock de Medina Azahara, Alameda y Triana. “Son de mi época”, justifica. Luego asegura ser consciente de que su aspecto -que completa con una gorra coronada por una hoja de maría, varias pulseras y algún que otro tatuaje de los de antes- a veces pone a la defensiva a la gente con la que se cruza por la calle. Pero este hombre de 54 años ha pasado mucho en la vida como para renunciar a su estilo. Y como para no hablar sin tapujos de lo suyo.
Padece una enfermedad mental de cuyo nombre no sabe o no quiere acordarse, pero que él define a su manera. “A veces me dan bajones y no salgo de casa en 15 días o un mes. Sólo me levanto a comer y a cenar y me pongo a pensar en cosas, en fantasías…”, cuenta. “Una vez también me entraron ganas de suicidarme, porque sentía mucha presión”, deja caer. Le encontró su hoy ex mujer con un roto en las venas cuya marca todavía comparte espacio con algunas de sus pulseras.
Su dolencia mental es lo que le ha dejado de herencia un pasado protagonizado por las drogas. Eso, y varios problemas de salud por los que sigue vivo “de milagro”. Al principio, sobre los 18 años, sólo consumía heroína inyectada, y después, “cuando salió la moda”, la mezclaba con cocaína. Dejó aquello hace “ocho o nueve años”, pero cuando se separó, hace cinco, se tiró “a la bebida y a las pastillas”. Fue entonces cuando le diagnosticaron una enfermedad mental. “Sentía como si me fuera a asfixiar y fui al doctor Ávila -coordinador de la unidad de Alcoholismo y Drogodependencias del hospital-. Él fue quien me entonó”, sostiene.
A raíz de eso, una trabajadora social le habló de la Asociación de Familiares de Enfermos Mentales Crónicos (FEAFES-AFEMC), y a su centro acude todos los días. “Es lo que me ha dado la vida. Los profesionales son muy buenas personas, aguantan muchas cosas. Y si no viniera aquí, no sé dónde estaría”, explica. Participar en las actividades de la entidad ha permitido a Gabriel adoptar una rutina muy beneficiosa. “Me levanto a las ocho y media o las nueve, vengo al centro hasta la una y luego vuelvo a casa -vive con su madre de 86 años y dos hermanos-. Después de comer me acuesto un poco la sista, luego veo un rato la tele y doy un paseo con el perro”, enumera.
Los viernes por la tarde también salen a realizar alguna actividad con AFEMC. Pero luego llega el fin de semana. “Estoy loco porque llegue el lunes para venir al centro”, afirma. Su mayor preocupación: “Ver quejarse a mi madre, con 86 años. Supone todo para mí. Sin ella me hubiera visto en la calle”. Su sueño: “Encontrar algo por la tarde para estar ocupado”.

PAULINO GARCÍA GONZÁLEZ
Con ocho o nueve años tuvo su primera experiencia en Psiquiatría. Se escapó una noche del internado en el que vivía porque no soportaba más “los malos tratos” que recibían. “Pasé toda la noche debajo de un carro. Cuando me encontraron, me llevaron al Clínico y me ingresaron”, cuenta. Lo cierto es que aquello nada tiene que ver con su enfermedad mental actual. O sí. Porque a Paulino García González le han quedado dos marcas grabadas con punzón en algún lugar de su cerebro: su infancia y una vida adulta “reventado a trabajar” para mantener a su familia. Cuando solo tenía un año perdió a su padre. Le habían ofrecido sueldo y casa si trabajaba en una mina de Villablino (León). Explotó cuando le estaba haciendo “una hora a un compañero”. Tenía 26 años, una mujer y tres hijos muy pequeños.
“No nos ayudaron en nada, y madre no se podía hacer cargo de nosotros, así que estuvimos en colegios internos. Ella, para no separarse de nosotros, se ofrecía a trabajar gratis en la cocina de los colegios, siempre religiosos. Pero en algunos no nos dejaban tener contacto con ella, ni siquiera cuando estábamos enfermos. A veces nos escapábamos a un patio que había para darle un beso, pero una noche nos descubrieron y nos dieron unas hostias…”, recuerda.
Paulino habla abiertamente de malos tratos y de abusos en algún que otro centro qué él no duda en nombrar. Asegura que pasaban hambre, que a veces les tenían “toda la noche con los brazos en cruz” y que había “acoso”. Allí estuvieron cuatro años, y luego les trasladaron a otros, en otras provincias. Así, “hasta los 13 o 14 años”. Su madre siempre les seguía. “Luego ya me puse a trabajar. He estado 34 años de camarero en la cafetería del Clínico, hasta que me dieron la incapacidad. Yo no la quería, pero casi me obligaron, por decirlo de alguna forma”, sostiene.
No se acuerda del nombre de su enfermedad, pero al rato lo trae apuntado: trastorno depresivo recurrente y trastorno de la personalidad. Tampoco sabría decir desde cuándo la padece. “Llevo 15 años con esto, por lo menos”, calcula. Tiene mujer y dos hijos, y respecto a su vida diaria, comenta que cuida a su madre, de 86 años, y a su hermano, también con discapacidad. Y que hace, “relativamente”, una vida normal. “No escondo nada, no me da vergüenza reconocer lo que tengo, pero la verdad es que te cierran muchas puertas. He perdido a todos los amigos, excepto a Nuria. No sé si será por ignorancia. O por cansancio. Es que tengo mis días. Y al principio lo llevan bien, pero luego te van dejando de llamar. Y en el momento en que no te respetan y te apoyan cuando tienes esos malos días…”, explica.
Demasiadas barreras
Paulino los describe como “días de bajón”, y reconoce que en ocasiones se pone agresivo, aunque sólo con las cosas. “He dado algún puñetazo en la mesa, he roto platos, alguna mesa… A veces he ido al hospital a que me ingresen, para no hacer una locura”. Habla de locura, como todos hacemos coloquialmente, pero no soporta esa palabra cuando la usan para calificarle. “Nos tienen como locos, creen que somos conflictivos. Demasiados problemas tenemos como para que la sociedad nos trate así. Son muchas barreras las que tenemos que superar”, recalca.
Quizás por eso le apasiona acudir a FEAFES-AFEMC. “Llevaba mucho tiempo buscando un sitio como éste. Aquí somos todos iguales, desde el primero hasta el último. Me aporta muchísimo”, dice. De hecho, se ha implicado hasta los tuétanos, e incluso ha promovido la creación de la que llaman Asamblea de los Viernes, un foro en el que los usuarios de la asociación hablan para mejorar la convivencia y resolver pequeños problemas. “Mejor así, que decirnos cosas por detrás, como ocurría antes. Yo prefiero ir siempre de frente”, resalta. Y de frente va cuando se dirige a los enfermos que se esconden: “Se están discriminando ellos mismos y hacen flaco favor a nuestra enfermedad. Las personas tienen que ser como ellas son”. También cuando se refiere a políticos e instituciones que dicen que hacen, pero no hacen: “Sueltan palabras muy bonitas, pero a veces son sólo ganas de calentar la silla y salir en la foto. La gente que no quiera luchar, que se retire”. Su sueño: “Curarme. Pero supongo que eso es imposible”.
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