
Hace ya dos semanas que el curso Aprendiendo a trabajar con otros de una nueva forma. Coaching para la excelencia comenzó en Madrid. Resultó, como en tantas otras ocasiones y lugares del mundo, un éxito para todos los que allí estábamos.
Es la diferencia lo que hace o marca la diferencia… y aquí la diferencia, una vez más, consistió en crear, en muy poco tiempo y con personas totalmente distintas que no se conocían con anterioridad, la posibilidad de mantener conversaciones reales y de una profundidad que rara vez presenciamos.
Quienes participaron (al igual que los que tenemos más relación con este tipo de trabajo, el coaching integral) entendieron, a través de su experiencia, que el resultado es cualitativo… en el sentido de mayor calidad, y no, como tradicionalmente se espera, más cantidad. Entendieron que la mayor calidad de una conversación -que procede de estar más presente y ser más consciente de lo que está ocurriendo, así como de permitir que todas las voces se escuchen, vengan de donde vengan y sean como sean- abre la puerta a muchas posibilidades que permanecían ocultas.
Encantada y feliz por haber conseguido acercar este espacio de mayor reflexión y conocimiento de uno mismo (y, por tanto, de los otros) al mundo habitual de seis personas más, me quedaba la pena de que querer entrar en este espacio, motu proprio, no sea más frecuente. Reflexioné sobre lo difícil que es arrancarnos dos días (la duración de esta formación) de nuestras obligaciones diarias para dedicarnos a trabajar con nosotros mismos, y con otros, a cultivarnos y a crecer.
Yuxtaponiendo esta experiencia con la de otro curso que estaba facilitando en fechas cercanas, bastante diferente y, aún así, con elementos comunes a éste, comencé a reflexionar sobre lo que entendemos -y desde ese entendimiento, actuamos- por delegación. En el espacio del otro curso, a través de determinados ejercicios podíamos observar la gran dificultad que tenemos para delegar, en el entorno profesional, las diminutas parcelas de control que creemos que tenemos.
Y sin embargo, a mí me sorprende que en nuestras sociedades nos hayamos convertido en expertos en delegar, si no todo, desde luego mucho de lo que realmente es importante en nuestras vidas, a individuos a quienes no conocemos e, incluso, a entidades abstractas (se definan como se definan)… Pero, eso sí, en nuestro día a día profesional nos aseguramos de mantener un control férreo sobre lo que harán nuestros subordinados.
Y, mientras actuamos desde nuestro diminuto control, dejamos que los políticos definan y decidan cómo debemos vivir; llevamos a nuestros hijos a colegios -y les dejamos cada vez más horas y desde edades más tempranas- para que les enseñen lo que deben hacer y cómo, y también lo que deben pensar; dejamos que las compañías para las que trabajamos decidan en cuánto, cuándo, en qué y cómo debemos progresar o no con nuestro propio crecimiento y desarrollo como personas y profesionales…
Y me da la sensación de que algo hay de incongruente en todo esto. Quizá deberíamos esforzarnos en controlar arrancar esos dos días a nuestro constante estar ocupados.

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