No duda en interrumpir la partida de ajedrez que juega con un compañero de Casa Samuel para contar sin reservas cómo es su vida con el VIH, un virus que cree que contrajo por vía sexual.
Durante muchos años, J. F. siguió adelante sin tratamiento, porque los hospitales siempre le han “deprimido”, pero el pasado julio su organismo dijo basta, y fue entonces, durante un largo ingreso, cuando comenzó con los antirretrovirales.
Los fármacos y, sobre todo, la rutina que lleva en la casa de acogida de Cáritas Diocesana le están devolviendo la salud. También la emocional. Porque este hombre de 53 años al que todo se le vino abajo cuando conoció el diagnóstico, allá por los 90, ahora siente una ilusión que le anima a hablar de sueños sencillos, como tener un apartamento y un perro. Y al lado, a alguien que le quiera y a quien poder querer.
Cuando a J. F. le dijeron que era portador del virus de inmunodeficiencia humana (VIH) se le vino el mundo abajo. Era la década de los 90, tenía un buen trabajo y se había echado una novia. Reconoce que tomaba drogas, pero nunca inyectadas, así que está convencido de que la transmisión se produjo por vía sexual. “En un reconocimiento rutinario de la empresa les dije que estaba muy cansado. Vieron las transaminasas altas”, cuenta.
Unas pruebas después, le diagnosticaron hepatitis y VIH. “Hubo un momento que se me vino todo abajo. Me preguntaba cómo me voy a poner a comprar un piso, si no sé cómo voy a acabar. ¿Cómo me voy a casar, si no puedo tener descendencia? ¿Y si se dan cuenta en el trabajo?”, recuerda. Muchos años después, ha aprendido que muchas de sus preocupaciones han quedado reducidas a la categoría de mitos y, sobre todo, ha recuperado la ilusión y los sueños. En buena medida, gracias al respaldo que recibe desde la Casa Samuel de Cáritas, un recurso de acogida que desde el año 1994 se ha convertido en el hogar de muchas personas afectadas por una enfermedad que en la actualidad, gracias a los nuevos tratamientos y a los cuidados, permite que muchos afectados gocen de una mejor calidad de vida y mayores posibilidades de inserción social.
J. F. llegó a Casa Samuel hace poco más de dos meses. De hecho, durante décadas le fue “dando la espalda” al VIH y ni siquiera se sometió a tratamiento. “Me deprimen los hospitales, así que seguía mi vida, porque era capaz de hacerlo y de ir a trabajar”, dice. A pesar de las drogas, una adicción que abandonó en 2001, según explica. Sin embargo, el pasado julio ingresó con un daño renal que había dejado el funcionamiento de sus riñones en el 5%. “Llevaba 40 años viviendo con mi madre, enferma de alzhéimer, y empecé a ponerme mal. Se había creado un círculo raro, y un día no pude más y me tomé 30 o 40 de sus pastillas. Me llevaron a Urgencias y estuve más de dos meses hospitalizado, con alimentación por vena. Pensé que me iba a morir”, asegura.
Fue la primera vez que tomó antirretrovirales, y no le sentaron nada bien. Pero ahora reconoce que le han dado la vida. Eso, y el hogar que ha encontrado en Casa Samuel. “Esto está muy bien. He engordado ocho o diez kilos, ¡no veas cómo cocina la Cari! Es una fenómena. Aquí somos todos gente de la vida, pero no preguntan a nadie de qué clase social somos, y siempre están a nuestras cosas. Me gusta, porque veo que me está yendo bien, que puedo ayudar a la gente… Se me ha abierto la cabeza”, afirma J. F., que tiene 53 años y prefiere no dar su nombre “porque vivo en Salamanca; y no es por mí, sino para que las personas que vayan a mi lado no pasen vergüenza”.
Y es que, a pesar de que los años pasan, el VIH y el sida siguen impregnados de un estigma contra el que parece no poder aún la ingente información de la que hoy se dispone.
Así lo confirman unos datos estremecedores que aporta Luis Alberto González Collantes, director de la casa de acogida de Cáritas Diocesana. “Yo soy optimista y quiero pensar que hemos mejorado un poquito en cuanto a prejuicios, pero es tan poco… Todavía un 40% de la población admite que preferiría no trabajar en una oficina en la que también estuviera una persona con VIH, y un 25% no llevaría a sus hijos a un colegio en el que supieran que hay un niño con el virus. Eso es una de cada cuatro personas”, subraya. Todo esto, a pesar de los constantes mensajes sobre las vías de transmisión del virus del sida: relaciones sexuales anales, orales y vaginales sin protección, utilización compartida de objetos que puedan estar en contacto con la sangre y de la madre al hijo durante el embarazo, el parto o la lactancia. Únicamente.
Paradójicamente, mientras persisten las ideas que marginan a los afectados, la percepción de riesgo de contraer el VIH ha caído en picado, y no dejan de crecer las conductas que facilitan la transmisión. “Se ha evidenciado que, en general, el virus del sida ya no es una enfermedad mortal gracias a los tratamientos; ya no sale tanto en los medios de comunicación ni se bombardea a la población con mensajes de que es un serio problema de salud, y eso hace que se baje la guardia”, considera González Collantes, quien aclara en este sentido que muchas veces el rechazo social que sufren los afectados no viene tanto por el miedo a un contagio, sino porque todavía está muy vigente la idea de asociar la enfermedad a determinados grupos de riesgo y a personas en situación de exclusión.
Así lo cree también J. F., aunque en su caso cuenta con el respaldo de los amigos “de antes” y de la familia. “Se pensaba que era una enfermedad de homosexuales, pero no es así, y no cuesta nada ir a hacerse un análisis, porque el tratamiento puede dejar la enfermedad aparcada”, recomienda. En su caso, así ha sido, y en estos momentos trata de completar su recuperación en un ambiente en el que ha logrado recuperar su gusto por la vida. Lee el periódico, hace crucigramas, juega al ajedrez con los compañeros de Casa Samuel y ve alguna película o va a la biblioteca. “Otros días voy a ver a mi sobrina y le compro un regalito”, cuenta. También recuerda con cierto orgullo que hace unos años estuvo “de artista” en la película Celda 211, de Daniel Monzón, y que compartió grabación “con el Bardem” (Carlos Bardem). “Me lo pasé pipa”, asegura.
En varias ocasiones comenta que le gustaría volver a trabajar “en cuanto pueda”, pero mientras tanto va pensando en pequeños planes que le apetece poner en marcha cuando su estado de salud mejore: “Cuando me recupere cogeré un apartamento, así dejo sitio aquí para otras personas. Ahora tengo ilusión y una medio novia. Me gustaría vivir solo, tener un perrillo, comerme una alubiada en la Sierra, o unas chichas en época de matanza; tener al lado personas que te quieran y te ayuden y a las que puedes querer y ayudar… Las cosas de una vida sencilla”.
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