Sasha, miembro del personal de Médicos Sin Fronteras (MSF) en Mariúpol, Ucrania, describe la vida en la ciudad durante el cerco y el bombardeo por las fuerzas rusas. Por razones de seguridad, solo utiliza su nombre de pila en este testimonio:
Nací en Mariúpol y he pasado toda mi vida en esta ciudad. Estudié, trabajé y me lo pasé bien en Mariúpol. Y cuando Médicos Sin Fronteras me contrató, también me alegré de hacer un trabajo importante. La vida era buena en Mariúpol.
Pero súbitamente se convirtió en un auténtico infierno.
Al principio, ninguno de nosotros podía creer lo que estaba sucediendo, porque en nuestros tiempos este tipo de cosas simplemente no deberían ocurrir. No esperábamos una guerra ni bombas. Pensábamos que solo se hablaba de ello en la televisión y que alguien detendría esta locura. Cuando me di cuenta de que se estaba convirtiendo realidad, me sentí mal, tan mal que no pude comer durante tres días.
Al principio, las cosas parecían más o menos normales, aunque sabíamos que ya nada era normal realmente. Pero entonces empezaron los bombardeos y nuestro mundo, tal y como lo conocíamos, dejó de existir. Nuestras vidas se entrelazaron con las bombas y los misiles que caían del cielo, destruyéndolo todo. No podíamos pensar en nada más y no podíamos sentir nada más. Los días de la semana dejaron de tener sentido, no podía saber si era viernes o sábado, todo era una larga pesadilla. Mi hermana intentaba llevar la cuenta de los días, pero en mi caso todo era borroso.
En los primeros días, afortunadamente, conseguimos donar parte de los suministros médicos restantes de Médicos Sin Fronteras a un servicio de urgencias en Mariúpol, pero cuando se cortó la electricidad y la red telefónica, ya no pudimos contactar con nuestros colegas ni realizar ningún trabajo. Los bombardeos se intensificaron cada día. Nuestras jornadas consistían, entonces, en tratar de mantenernos con vida y encontrar una salida.
¿Cómo se puede describir el hecho de que el hogar de una persona se convierta en un lugar de terror? Nuevos cementerios se levantaban por toda la ciudad, en casi todos los barrios; incluso en el pequeño patio de una guardería cercana a mi casa donde niñas y niños deberían estar jugando. ¿Cómo puede este pasado proporcionar un futuro para nuestros hijos? ¿Cómo podemos soportar más dolor y tristeza? Con cada día que pasa sientes como si perdieras toda tu vida.
Me conmovió ver a tantas personas ayudando a los demás en mi ciudad. Todo el mundo parecía preocuparse siempre por otra persona y nunca por sí mismo. Las madres se preocupaban por sus hijos y los hijos por ellas. Me preocupé por mi hermana: estaba tan estresada por los bombardeos que pensé que su corazón se detendría. Su reloj deportivo marcaba 180 pulsaciones por minuto y me angustiaba mucho verla así. Le dije que sería estúpido que muriera de miedo en medio de todo esto. Con el tiempo, se adaptó más y en lugar de congelarse de miedo durante los bombardeos, me contaba todos los escondites que se le ocurrían. Yo seguía muy preocupado por ella. Estaba claro que tenía que sacarla de allí.
Nos desplazamos tres veces para encontrar el lugar más seguro. Tuvimos suerte, ya que acabamos quedándonos con un grupo increíble de personas que ahora considero mi familia. La historia ya ha demostrado que la humanidad sobrevive cuando permanece unida y se ayuda mutuamente. Lo he visto con mis propios ojos y me ha emocionado mucho.
También me conmovió ver lo valiente que era la gente o lo valientes que tenían que ser. Recuerdo a una familia que estaba cocinando en la calle fuera de su casa. A pocos metros de su fogata había dos grandes agujeros en el suelo de los proyectiles que habían alcanzado a otra familia pocos días antes.
Me emocionó ver cómo las personas se aferran a la vida y a las cosas buenas. El 8 de marzo, Día Internacional de la Mujer, decidimos celebrarlo a pesar de todo. Llamamos a los vecinos y estos, a su vez, invitaron a sus amigos. Alguien encontró una botella de champán e incluso hubo quien hizo un pastel con apenas la mitad de los ingredientes disponibles que demandaba la receta. Incluso pudimos poner música durante unos minutos. Durante media hora, lo celebramos de verdad y nos sentimos bien al ser felices y reír de nuevo. Incluso bromeamos con que esta pesadilla terminaría.
Pero continuó y parecía que nunca se detendría.
Intentamos salir de Mariúpol todos los días, pero había tantos rumores sobre lo que estaba pasando y lo que no, que empezamos a pensar que nunca lo lograríamos. Un día supimos que un convoy iba a salir, nos metimos en mi viejo coche y nos apresuramos a localizar desde donde partía. Se lo dijimos a tantas personas como pudimos. Ahora me entristece enormemente pensar en todos aquellas a las que no pude contactar. Todo fue muy rápido y no pudimos llamar a nadie porque no había red telefónica.
La salida fue un gigantesco caos y pánico con muchos automóviles yendo en todas direcciones. Vimos un coche en el que había tantas personas que era imposible contarlas, sus caras estaban pegadas a las ventanas. No sé cómo lograron salir, pero espero que lo consiguieran. No teníamos mapa y nos preocupaba tomar la dirección equivocada, pero de alguna manera, elegimos la correcta y logramos salir de Mariúpol.
Fue solo en ese momento, cuando intentamos escapar de la ciudad, cuando fui consciente de que la situación era peor de lo que pensaba. Tuvimos suerte de refugiarnos en una parte de la ciudad que estaba relativamente a salvo, pero al salir observamos mucha destrucción y dolor. Vimos cráteres gigantes entre los bloques de pisos, supermercados devastados, instalaciones médicas y escuelas, incluso refugios, donde las personas habían buscado un lugar seguro, destruidos.
Por ahora estamos a salvo, pero no sabemos qué nos deparará el futuro. Cuando por fin tuve acceso a Internet, me impactó ver imágenes de mi querida ciudad en llamas y de mis conciudadanos bajo los escombros. Leí las noticias sobre el bombardeo del teatro de Mariúpol, donde muchas familias con niños y niñas habían buscado refugio. No encuentro palabras para describir lo que sentí. Solo puedo preguntarme por qué.
No tuvimos más remedio que dejar atrás a tantos seres queridos. Pensar en ellos y en todos los que siguen allí es difícil de soportar. Me duele el corazón de preocupación por mi familia. Intenté volver a entrar para sacarlos, pero no lo conseguí. No tengo noticias de ellos.
Las personas que están juntas tendrán más posibilidades de sobrevivir, pero hay muchas que están solas. Las que son muy mayores y frágiles no pueden caminar kilómetros para encontrar agua y comida. ¿Cómo sobrevivirán?
No puedo dejar de pensar en una mujer mayor que nos encontramos en la calle hace dos semanas. No caminaba bien y tenía las gafas rotas, así que tampoco podía ver muy bien. Sacó un pequeño teléfono móvil y nos pidió que se lo cargáramos si nos era posible. Intenté hacerlo con la batería de mi coche, pero no lo conseguí. Le dije que la red telefónica estaba caída y que no podría llamar a nadie aunque tuviera batería.
“Sé que no podré llamar a nadie”, dijo. “Pero quizás algún día alguien quiera llamarme”. Me di cuenta de que estaba sola y de que todas sus esperanzas estaban puestas en el teléfono. Tal vez alguien intente llamarla. Quizá mi familia esté intentando llamarme. No lo sabemos.
Hace un mes que empezó esta pesadilla y la situación empeora cada día. Habitantes de Mariúpol mueren cada día a causa de los bombardeos y la falta de medios para cubrir todas las necesidades básicas: alimentos, agua, atención sanitaria. Civiles inocentes hacen frente cada día, cada hora y cada minuto, a condiciones insoportables. Solo una pequeña parte de ellos ha conseguido escapar, pero un gran número sigue allí, escondidos en edificios destruidos o en los sótanos de las casas en ruinas sin ningún tipo de apoyo del exterior.
¿Por qué todo esto sigue ocurriendo a personas inocentes? ¿Hasta qué punto dejará la humanidad que continúe este desastre?
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